UNA FILOSOFÍA DE LA CONCILIACIÓN

26.06.2012 22:09

 

SAT IV LEIBNIZ

Por: Alva Berenice Pérez Pérez

Cuarto Semestre

Una filosofía de la conciliación

Gottfried Wilhelm Leibniz fue el gran conciliador de la Modernidad. En realidad su vocación era más de abogado que de filósofo, sin embargo se desenvuelve en diversas tareas, que aplicó a su pensamiento como fue la de la ciencia. Hay en diversas áreas aportaciones de Leibniz, sus actividades tan diversas se reflejan en su filosofía, no se podría separar a Leibniz de ninguna de ellas como no se podría comprender su pensamiento sin incluir a todas las partes. Y era precisamente lo que él pretendía con su philosophia perennis.

            Leibniz tenía interés por unir a las iglesias cristianas, primero católicos y protestantes, y luego calvinistas y luteranos. Aunque fracasó en este intento de unión,  este deseo luego se manifestó en su interés por sociedades eruditas y científicas, de tal manera que su las ideas centrales de su pensamiento filosófico eran: armonía, continuidad y universalidad. No rechazaba la tradición, sino que más bien pretendía incorporarla al pensamiento moderno. Decía que nada o casi nada debía menospreciarse, que todo o casi todo podía integrarse y armonizarse. Por eso se le piensa como un filósofo ecléctico, pues busca integrar todas las cosas. Para Leibniz las dos primeras ideas estaban ligadas y vinculadas a la universalidad. La universalidad era el deseo de Gottfried de construir una ciencia universal y un lenguaje universal accesible a todos los humanos y capaz de describir todas las ideas posibles. Esta universalidad tenía el propósito de poner fin a las polémicas que se venían dando entre empiristas y racionalistas.

            Este interés que tenía Leibniz por conciliar ambas posturas totalmente opuestas, también abarcaba la concepción que cada uno tenía de Dios. Por un lado los racionalistas creían que la idea de Dios era una idea innata, por el otro los empiristas como Berkley que veían a Dios como el gran perceptor del mundo. En cambio Leibniz relativizó la idea de Dios. Para él Dios debe estar presente en la mónada, así si se quiere conocer a Dios se debe conocer desde la propia mónada.

            En esta disyuntiva que se daba entre empiristas y racionalistas a Leibniz le parecía que el pensamiento filosófico debía tener un sustento matemático, de tal manera que al haber error se pueda descubrir a simple vista y cuando haya disputa, en la ciencia universal se puede “calcular” quien tiene la razón. Así pues trata de conciliar dos posturas con una crítica analítica que consiste en pensar en que entre los polos opuestos hay una infinidad de grados que los hace opuestos pero al mismo tiempo similares (idea que seguramente obtuvo del pensamiento Tomista).

            Esta cuestión de la diferencia y similitud viene de la idea de analogía, que para Leibniz consistía en un mecanismo natural que el ser humano tiene para partir de su mónada al conocimiento de la entelequia. En este proceso de analogía los racionalistas encontraban su identidad según lo que los hacía similares a su sociedad. Por su parte los empiristas definían su identidad en función de la diferencia. Para Leibniz la identidad se definía sí en función de la deferencia pero también de la igualdad. Había en el caso de los empiristas y racionalistas dos extremos viciosos: el universalismo y el relativismo. En la primera, sólo hay una verdad válida para todos, y en la segunda, sólo la verdad personal vale. Según Leibniz habría que universalizar lo relativo y relativizar lo universal. Esto quiere decir que todos somos iguales pero diferentes en persona y que todos somos diferentes pero iguales en humanidad. Es decir, reconoce el papel que juega el otro en el conocimiento de uno mismo, sí todos somos diferentes en cuanto a individuos particulares, pero somos iguales en cuanto al valor humano que tenemos. Así no sólo se vale mirar al mundo para encontrar las diferencias que hay entre él y yo, también debo de poder mirarlo y encontrar las similitudes que me hacen integrarme a él. A esta postura se le llama: analogía de abducción y permite situarnos en medio del mundo.